Hoy 4 de Octubre, es el día de San Francisco, fundador de la Orden de Frailes Menores, conocidos por los Franciscanos. Orden que se instaló por toda España y que en los siglos XIV, XV y XVI crearon cabildos asistenciales como los de la Sangre de Cristo o los de la Vera Cruz que fueron el germen de las hermandades y cofradías actuales, entre ellas la nuestra. Los primeros datos encontrados de nuestra hermandad vienen del s. XVI como Cabildo de la Sangre, un cabildo que se dedica al enterramiento de cristianos. Años más tarde, junto a la Vera Cruz, dará el giro catequético que creará la procesión del Jueves Santo. Es por tanto San Francisco de Asís un santo importante en nuestra historia, pero no solo eso, es también una figura de tanta relevancia en nuestra fe, que el mismo Papa adoptó su nombre para que le guiara y sirviese de ejemplo.
Pero mejor veamos quien era para recordarlo.
San Francisco nació en Asís (Italia) en el 1182, en una familia acomodada. Tenía dinero y lo gastaba con ostentación, era un joven mundano de cierto renombre en su ciudad. Había ayudado desde jovencito a su padre en el comercio de paños y puso de manifiesto sus dotes sustanciales de inteligencia y su afición a la elegancia y a la caballería.
Su padre, Pietro Bernardone, fue un comerciante que trabajaba en Francia. Como se encontraba en dicho país cuando nació su hijo, la gente le apodó «Francesco» (el francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Giovanni di Pietro Bernardone.
Cuando tenía cerca de 19 años, antes de su conversión, se unió al ejército, y fue hecho prisionero durante un año a causa de su participación en un altercado entre las ciudades de Asís y Perugia. Después de ser liberado cae constantemente enfermo hasta que, sintiendo hondamente la insatisfacción respecto al tipo de vida que llevaba, escucha una voz que le exhortó a “servir al amo y no al siervo”. Al volver a casa, e iniciando su maduración espiritual con la oración, fue entendiendo poco a poco que Dios quería algo más de él.
Cierto día, en la primavera de 1206, mientras oraba en la Iglesia de San Damián, medio abandonada y destruida, le pareció que el crucifijo románico le repetía tres veces: “Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas”. Entonces, creyendo que se le pedía que reparase el templo físico, el joven Francisco no vaciló: corrió a su casa paterna, tomó unos cuantos rollos de paño del almacén y fue a venderlos a Feligno, entregó el dinero al sacerdote de San Damián para la restauración del templo y le pidió vivir ahí. El presbítero le aceptó que se quedara, pero no el dinero. Su padre lo buscó, lo golpeó furiosamente y, al ver que su hijo no quería regresar a casa, le exigió el dinero, llevándolo incluso ante el obispo de Asís a fin de que renunciara formalmente a cualquier herencia. La respuesta de Francisco fue despojarse de sus propias vestiduras y devolverselas a su padre, renunciando con ello a cualquier bien terrenal. El Obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
La capilla de Porciúncula.
Con veinticinco años abandonó su ciudad natal y se dirigió a Gubbio, donde trabajó abnegadamente en un hospital de leprosos, luego regresó a Asís y ayuda a reconstruir la Iglesia de San Damián y de San Pedro. Se trasladó provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde salía a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno. Abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, como pago por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.
Fue allí donde, mientras escuchaba la lectura del Evangelio, Francisco escuchó una llamada que le indicaba que saliera al mundo a hacer el bien y a ayudar a su prójimo: el eremita se convirtió en apóstol. En Mateo 10,9, Jesús dice a sus discípulos: «no lleven oro, plata o monedas en el cinturón» cuando viajen para predicar el Evangelio. Se sintió inspirado por esta lectura a hacer lo mismo y comenzó a viajar predicando descalzo y sin más ropajes que una túnica ceñida con una cuerda. Por la caminos solía saludar diciendo: La paz del Señor sea contigo”.
Un habitante de Espoleto sufría de una horrible enfermedad que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero Francisco se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente curado. San Buenaventura comentaba: «No sé si hay que admirar más el beso o el milagro».
Su humildad no consistía simplemente en un desprecio sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que «ante los ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no más».
Francisco y los animales.
Sus contemporáneos hablan con frecuencia del cariño de Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Es famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a predicar en Alviano: «Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras ya habéis parloteado bastante». Famosas también son las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador, del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
La Orden de Frailes Menores.
Hay que recordar que, en aquella época, otros grupos que propugnaban una vuelta al cristianismo primitivo habían sido declarados heréticos, razón por la que Francisco quiso contar con la autorización pontificia. Para el año 1210 el grupo lo formaban ya 12 en total, es decir, igual número que los apóstoles, el primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Entonces, Francisco redactó una regla breve e informal que consistía principalmente en los consejos evangélicos y fueron a Roma a presentarla para la aprobación del Papa Inocencio III. Iban a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad y viviendo de las limosnas. La Orden tendría el nombre de Orden de Frailes Menores porque quería que sus hermanos fueran los siervos de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Se cuenta que el Papa Inocencio III se mostró contrario a darle apoyo a Francisco y su nuevo grupo de seguidores. El cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio exhortaba a la perfección.
Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo la Basílica de San Juan de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. El Santo Padre interpretó el sueño como la indicación de que Francisco y su grupo podrían servir de apoyo a la Iglesia, y así les dio el reconocimiento oficial como orden, lo ordenó diácono, le impuso la tonsura, así como a sus compañeros, y les dio por misión predicar la penitencia.
Las Clarisas y la Orden Tercera.
Santa Clara fue un gran apoyo para Francisco. Clara había partido de Asís para seguirlo, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. Francisco consiguió establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas se convirtió en la rama femenina de la orden, las Damas Pobres, más conocidas como las clarisas. Años después, en 1221, se crearía la orden tercera con el fin de acoger a quienes no podían abandonar sus obligaciones familiares. Hacia 1215, la congregación franciscana se había ya extendido por Italia, Francia y España.
La Orden en Tierra Santa.
Trató Francisco de llevar la evangelización más allá de las tierras cristianas, pero diversas circunstancias frustraron sus viajes a Siria y Marruecos; finalmente, entre 1219 y 1220, tras un encuentro con Santo Domingo de Guzmán en el IV Concilio de Letrán, predicó en Siria y Egipto durante la quinta cruzada, y aunque no logró su conversión, el sultán Al-Kamil quedó tan impresionado con su gran fe que le permitió visitar los Santos Lugares. En recuerdo de esta misión evangelizadora, los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa.
Fue el creador de el Belén.
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio. Por la importancia de las fechas, había dicho a su amigo, Juan da Vellita que quería: «hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para presenciarcon los ojos del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y la mula“. Francisco construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa de medianoche, en la que Francisco actuó como diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber comenzado con aquella ocasión la tradición del belén o el nacimiento. Quería hacer algo que ayudase a la gente a recordar al Cristo Niño y cómo nació en Belén».
El Milagro de las Cinco Llagas.
Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, Francisco dijo que se retiraría a Monte Alvernia. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel de quien era especialmente devoto. Pidió a un campesino de la villa de Tiso, para que los acompañara con su jumento hasta La Verna. «Eres tú Francisco, de quien todos hablan», le preguntó el buen hombre, nada más verlo. «Sí, soy yo», le respondió él. «Pues procura ser tan bueno como la gente cree que eres, y no la defraudes», sentenció el labriego, lo que hizo que el santo se apeara enseguida del burro y le besara los pies.
Al cabo de unos días Francisco, tomó, como de costumbre, los evangelios, oró y lo abrió aleatoriamente tres veces. En las tres ocasiones el texto hablaba del anuncio de la pasión de Jesús.
Una noche fray León fue, como siempre, a rezar maitines con Francisco, mas éste no respondió a la contraseña. Preocupado el hermano fue a buscarlo. Lo encontró en un claro del bosque, de rodillas, en medio de un gran resplandor, con el rostro levantado, mientras decía: «¿Quién eres tú, mi Señor, y quién soy yo, inútil siervo tuyo», y levantaba las manos por tres veces. El ruido de sus pasos sobre la hojarasca delató a fray León, que tuvo que confesar su culpa y explicar al Santo lo que había visto. Entonces Francisco, contándole que no dejaba de alabar a Dios por todos sus dones le dijo: “Mas tú guárdate de seguir espiándome y cuida de mí, porque el Señor va a obrar en este monte cosas admirables y maravillosas como jamás ha hecho con criatura alguna». Fray León no pudo dormir aquella noche, pensando en lo que había visto y oído.
La madrugada del 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz, antes del amanecer, estaba orando y pedía al Señor «experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y, en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros, pecadores”. De repente, vio bajar del cielo un serafín con seis alas. Tenía figura de hombre crucificado. Francisco quedó absorto, sin entender nada, envuelto en la mirada bondadosa de aquel ser, que le hacía sentirse alegre y triste a la vez. Y mientras se preguntaba la razón de aquel misterio, se le fueron formando en las manos y pies los signos de los clavos, tal como los había visto en el crucificado. En realidad no eran llagas o estigmas, sino clavos, formados por la carne hinchada por ambos lados y ennegrecida. En el costado, en cambio, se abrió una llaga sangrante, que le manchaba la túnica. El fenómeno no solo asustó a fray León, también estuvo acompañado de otros signos extraordinarios corroborados por testigos, que creyeron ver el monte en llamas, iluminando el contorno como si ya hubiese salido el sol. Algunos pastores de la comarca se asustaron, y unos arrieros que dormían se levantaron y aparejaron sus mulas para proseguir su viaje, creyendo que era de día.
La aparición de Francisco con los brazos en cruz y bendiciendo a los frailes reunidos en Arlés, mientras San Antonio de Padua predicaba acerca de la inscripción INRI de la cruz fue una confirmación del prodigio.
Cuando fray León acudió, Francisco no pudo ocultarle lo sucedido. Desde aquel instante, él será su enfermero, encargado de lavarle cada día las heridas y cambiarle las vendas, para amortiguarle el dolor y las hemorragias; excepto el viernes, ya que el Santo no quería que nadie mitigara sus sufrimientos ese día.
Siguieron en aquel lugar varias semanas y una mañana fray León lo encontró sentado delante de la piedra grande y cuadrada que le servía de mesa, y éste le ordenó lavarla, porque, según le dijo, «sobre esta piedra ha estado sentado un ángel. Estaba yo pensando en la suerte que correría mi Orden cuando yo no exista, y el ángel me aseguró estas cuatro cosas: que la Orden de los Frailes Menores durará hasta el fin del mundo, que ningún hermano de mala voluntad estará mucho tiempo en ella, que no vivirá mucho quien la persiga, y que ningún hermano que la ame acabará mal».
Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba medias y zapatos.
El Ejercicio del Rezo de las Cinco Llagas se propagó por la orden como una forma de pedir perdón al Señor por nuestras faltas y darle las gracias por el infinito amor de su sacrificio y por todo aquello que nos da. Al igual que por la Orden, las hermandades y cofradías fundadas por ella también realizaban este ejercicio, como podemos ver en documentos del s.XVI de los cabildos de la Sangre de Cristo de la provincia de Cuenca. Es ese mismo rezo, adaptado al día de hoy el que nuestra hermandad ha recuperado.
Sus últimos días.
Aquejado de ceguera y fuertes padecimientos, pasó sus dos últimos años en Asís, rodeado de fervor. Sus sufrimientos no afectaron su profundo amor a Dios y a su Creación, y hacia 1225, compuso el maravilloso poema Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol, que influyó tanto en la poesía mística española posterior.
Francisco murió el 3 de octubre de 1226. Fue declarado Santo por el Papa Gregorio IX el 16 de julio de 1228, y al día siguiente el Santo Padre puso personalmente la primera piedra de la nueva basílica de San Francisco de Asís. Su cuerpo fue trasladado a su basílica en 1230, pero pronto fue ocultado por los franciscanos para protegerlo de los invasores sarracenos. La ubicación de su cuerpo quedó en el olvido, y no fue redescubierta hasta casi seis siglos después, en 1818.
El 4 de octubre del año 2013 el Papa Francisco visitó Asís y en su homilía, recordándolo dijo:
Lo primero que nos dice, la realidad fundamental que nos atestigua, es esta: ser cristiano es una relación viva con la Persona de Jesús, es revestirse de él, es asimilarse a él. (…)
San Francisco es testigo del respeto por todo, de que el hombre está llamado a custodiar al hombre, de que el hombre está en el centro de la creación, en el puesto en el que Dios , el Creador, lo ha querido, sin ser instrumento de los ídolos que nos creamos. ¡La armonía y la paz!
Francisco fue hombre de armonía, un hombre de paz.