El Papa presidió, este domingo 6 de junio, la Santa Misa del Corpus Christi y se detuvo en tres imágenes del Evangelio: el hombre que lleva un cántaro de agua, la habitación amplia en el piso superior y Jesús partiendo el pan. Afirmó que “las palabras y los gestos del Señor nos tocan el corazón” y que Jesús nos da el mayor sacramento, “en la culminación de su vida, no reparte pan en abundancia para alimentar a las multitudes, sino que se parte a sí mismo en la cena de la Pascua con los discípulos”.
A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:
Jesús envió a sus discípulos para que fueran a preparar el lugar donde iban a celebrar la cena pascual. Ellos mismos fueron los que le preguntaron: «¿Dónde quieres que vayamos a preparar la cena de Pascua para que la comas?» (Mc 14,12). También nosotros, mientras contemplamos y adoramos la presencia del Señor en el Pan eucarístico, estamos llamados a preguntarnos: ¿En qué “lugar” queremos preparar la Pascua del Señor? ¿Cuáles son los “lugares” de nuestra vida en los que Dios nos pide que lo recibamos? Quisiera responder a estas preguntas deteniéndome en tres imágenes del Evangelio que hemos escuchado (Mc 14,12-16.22-26).
La primera es la del hombre que lleva un cántaro de agua (cf. v. 13). Es un detalle que parecería superfluo. Sin embargo, ese hombre totalmente anónimo se convierte en guía para los discípulos que buscan el lugar que después será llamado el Cenáculo. Y el cántaro de agua es el signo para reconocerlo.
Un signo que nos lleva a pensar en la humanidad sedienta, siempre en busca de un manantial de agua que la sacie y la regenere. Todos nosotros caminamos en la vida con un cántaro en la mano. Tenemos sed de amor, de alegría, de una vida fructífera en un mundo más humano. Y para saciar esta sed, el agua de las cosas mundanas no sirve, porque se trata de una sed más profunda, que sólo Dios puede satisfacer.
Continuemos con esta “señal” simbólica. Jesús dice a los suyos que adonde los conduzca un hombre con un cántaro de agua, allí se podrá celebrar la cena de Pascua. Para celebrar la Eucaristía, por tanto, es preciso reconocer, antes que nada, nuestra sed de Dios: sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor, ser conscientes de que no podemos salir adelante solos, sino que necesitamos un Alimento y una Bebida de vida eterna que nos sostengan en el camino.
El drama de hoy es que a menudo la sed ha desaparecido. Se han extinguido las preguntas sobre Dios, se ha desvanecido el deseo de Él, son cada vez más escasos los buscadores de Dios. Dios no atrae más porque no sentimos ya nuestra sed profunda. Pero sólo donde haya un hombre o una mujer con un cántaro de agua —pensemos en la Samaritana (cf. Jn 4,5-30)— el Señor se puede revelar como Aquel que da la vida nueva, que alimenta con confiada esperanza nuestros sueños y nuestras aspiraciones, presencia de amor que da sentido y dirección a nuestra peregrinación terrena.
Como ya advertíamos, es ese hombre con el cántaro el que conduce a los discípulos a la sala donde Jesús instituirá la Eucaristía. Es la sed de Dios la que nos lleva al altar. Si nos falta la sed, nuestras celebraciones se volverán áridas. Entonces, incluso como Iglesia no puede ser suficiente el grupito de asiduos que se reúnen para celebrar la Eucaristía; debemos ir a la ciudad, encontrar a la gente, aprender a reconocer y a despertar la sed de Dios y el deseo del Evangelio.
La segunda imagen es la de la habitación amplia en el piso superior (cf. v. 15). Es allí donde Jesús y los suyos celebrarán la cena pascual y esta habitación se encuentra en la casa de una persona que los aloja. Decía don Primo Mazzolari: «Entonces un hombre sin nombre, un dueño de casa, les prestó su habitación más hermosa. […] Él dio lo más grande que tenía, porque alrededor del gran sacramento es necesario que todo sea grande: habitación y corazón, palabras y gestos» (La Pasqua, La Locusta 1964, 46-48).
Una habitación amplia para un pequeño pedazo de Pan. Dios se hace pequeño como un pedazo de pan y justamente por eso es necesario un corazón grande para poder reconocerlo, adorarlo y acogerlo. La presencia de Dios es tan humilde, escondida, en ocasiones invisible, que para ser reconocida necesita de un corazón preparado, despierto y acogedor.
Si nuestro corazón, en lugar de ser una habitación amplia, se parece a un depósito donde conservamos con añoranza las cosas pasadas; si se asemeja a un desván donde hemos dejado desde hace tiempo nuestro entusiasmo y nuestros sueños; si se parece a una sala angosta y oscura porque vivimos sólo de nosotros mismos, de nuestros problemas y de nuestras amarguras, entonces será imposible reconocer esta silenciosa y humilde presencia de Dios. Se requiere una sala amplia.
Se necesita ensanchar el corazón. Se precisa salir de la pequeña habitación de nuestro yo y entrar en el gran espacio del estupor y la adoración.
Esto nos falta mucho. Esto nos falta en muchos movimientos que organizamos para encontrarnos, para reunirnos, pensar juntos la pastoral. Pero si falta esto, si falta el estupor, la adoración, no hay camino que nos lleve al Señor.
Esta es la actitud ante la Eucaristía, esto necesitamos: adoración. También la Iglesia debe ser una sala amplia. No un círculo pequeño y cerrado, sino una comunidad con los brazos abiertos de par en par, acogedora con todos.
Preguntémonos: cuando se acerca alguien que está herido, que se ha equivocado, que tiene un recorrido de vida distinto, ¿la Iglesia es una sala amplia para acogerlo y conducirlo a la alegría del encuentro con Cristo? La Eucaristía quiere alimentar al que está cansado y hambriento en el camino, ¡no lo olvidemos! La Iglesia de los perfectos y de los puros es una habitación en la que no hay lugar para nadie; la Iglesia de las puertas abiertas, que festeja en torno a Cristo es, en cambio, una sala grande donde todos pueden entrar.
Por último, la imagen de Jesús que parte el pan. Es el gesto eucarístico por excelencia, el gesto que identifica nuestra fe, el lugar de nuestro encuentro con el Señor que se ofrece para hacernos renacer a una vida nueva.
También este gesto es sorprendente. Hasta ese momento se inmolaban corderos y se ofrecían en sacrificio a Dios, ahora es Jesús el que se hace cordero y se inmola para darnos la vida. En la Eucaristía contemplamos y adoramos al Dios del amor. Es el Señor, que no quebranta a nadie, sino que se parte a sí mismo. Es el Señor, que no exige sacrificios, sino que se sacrifica él mismo. Es el Señor, que no pide nada, sino que entrega todo. Para celebrar y vivir la Eucaristía, también nosotros estamos llamados a vivir este amor.
Porque no puedes partir el Pan del domingo si tu corazón está cerrado a los hermanos. No puedes comer de este Pan si no compartes los sufrimientos del que está pasando necesidad. Al final de todo, incluso de nuestras solemnes liturgias eucarísticas, sólo quedará el amor. Y ya desde ahora nuestras Eucaristías transforman el mundo en la medida en que nosotros nos dejamos transformar y nos convertimos en pan partido para los demás.
Hermanos y hermanas, ¿dónde “preparar la cena del Señor” también hoy? La procesión con el Santísimo Sacramento —característica de la fiesta del Corpus Christi, pero que por el momento no podemos hacer— nos recuerda que estamos llamados a salir llevando a Jesús. Salir con entusiasmo llevando a Cristo a aquellos que encontramos en la vida de cada día. Nos convertimos así en una Iglesia con el cántaro en la mano, que despierta la sed y lleva el agua.
Abramos de par en par el corazón en el amor, para ser nosotros la habitación amplia y acogedora donde todos puedan entrar y encontrar al Señor. Desgastemos nuestra vida en la compasión y la solidaridad, para que el mundo vea por medio nuestro la grandeza del amor de Dios. Y entonces el Señor vendrá, una vez más nos sorprenderá, una vez más se hará alimento para la vida del mundo. Y nos saciará para siempre, hasta el día en que, en el banquete del cielo, contemplaremos su rostro y nos alegraremos sin fin.