Hay pocas cosas más tristes que quedarse en Madrid por Semana Santa. A la incertidumbre natural de la reclusión se une la pesadumbre de no poder revivir la pasión del sacrificio y la representación del calvario que cada año nos redime de nuestros múltiples pecados cuando volvemos para retomar la senda de la ciudad de la infancia. Desde el exiguo horizonte que se ve desde mi ventana, contemplo marcharse el viernes de dolores por una carretera vacía que no conduce a ninguna parte.
Camino por mi casa extrañando el pasillo íntimo en el que se convierten las calles de Cuenca por estas fechas, la ciudad entera transformada en el cuarto de estar de la alegría por la suerte del reencuentro. El ambiente único que viste de intimidad los lugares más concurridos abrigando el regreso del desterrado, pesa hoy en el recuerdo como un banzo de añoranza que hiere el ánimo del confinado en las cuatro paredes del corazón nazareno. Por las plazas empedradas de nostalgia, transcurre la memoria del exiliado, sus recodos mágicos aún conservan nuestra huella en cada rincón.
En los tiempos de libertad, si alguna vez el destino me situó en otro lugar durante el primer plenilunio de la primavera, ni siquiera el Señor de la madrugada sevillana fue capaz de mitigar la ausencia de su rostro en mi mirada, la orfandad de hallarse en casa ajena cuando sabes que él está en la calle y ese año no encontrarás la dicha de caminar tu ciudad al encuentro de sus pasos, ni la fortuna de divisar su alada compostura hermoseando la tarde. No portar su caña el Jueves Santo es la más lacerante de las renuncias que nos ha impuesto el virus en esta época de ansiedad y lejanías, de luto y soledades.
Apenas la palma en el balcón, la puesta en andas de la fe, y el querido miserere entonado a media voz puertas adentro nos ayudan en estos días aciagos en los que no ha podido reverdecer la Esperanza alfombrando con su manto la tarde santa del martes. En la anochecida del miércoles, tampoco se proyectará la sombra del Ecce Homo en las fachadas de San Pedro ni tendrá lugar la danza estremecida que los olivos absortos entre tinieblas ensayan, allí donde al amparo de San Roque, el culto a la Vera Cruz dio comienzo a todo. La mítica ermita del protector de la peste permanece en nuestra historia como la procesión primigenia en la que Jesús tendió puentes entre pasado y presente. Tampoco este año adivinaremos a lo lejos el leve vuelo de su clámide y habrá que esperar tiempos mejores para contemplar de nuevo cómo se inflama de esplendor púrpura la hoz entera.
Es previsible que la luna llena no comparezca esta vez en la madrugada del viernes al no reconocer su reflejo en el mar de los tambores, es de esperar que alguna herida instalada en un clarín vulnere la tiniebla ensimismada cuando Mangana dé las cinco y media. A la hora del rito y el calvario, un Cristo y su Cirene, tan ansiados, añorarán el baile cegador de multitudes desde la oscuridad de su capilla, mientras la verónica enseña enajenada nuestro rostro desolado en el espejo. La turba confinada ya descuenta los días que restan para volver a sentir el perfil del Nazareno recortado en la puerta salvadora.
No se izará la cruz al llegar el mediodía, la piedad que soporta nuestra angustia quedará otra vez encarcelada junto al madero amarfilado de agonía. En la curva despoblada hoy, yacente está la soledad. No es posible que el árbol del amor haya vuelto a florecer inútilmente esperando un cortejo que no existe. En el exilio, la evocación del estrépito impar de las horquillas es el único consuelo que nos queda frente a la intemperie, mas después del duelo de esta hora, ya se adivina el encuentro renovado, la resurrección que llegará aunque el próximo domingo no veamos danzar la gloria camino de San Andrés.