Y ahora os anuncio un gran gozo y un nuevo milagro. El mundo no ha conocido un signo tal, a no ser en el Hijo de Dios, que es Cristo el Señor. No mucho antes de su muerte, el hermano y padre nuestro [Francisco] apareció crucificado, llevando en su cuerpo cinco llagas que son, ciertamente, los estigmas de Cristo. Sus manos y sus pies estaban como atravesadas por clavos de una a otra parte, cubriendo las heridas y del color negro de los clavos. Su costado aparecía traspasado por una lanza y a menudo sangraba.(…) Por tanto, hermanos, bendecid al Dios del cielo y proclamadlo ante todos, porque ha sido misericordioso con nosotros, y recordad a nuestro padre y hermano Francisco, para alabanza y gloria suya, porque lo ha engrandecido entre los hombres y lo ha glorificado delante de los ángeles.
Este es un fragmento de uno de los documentos más antiguos que se conservan en la Orden Franciscana y cuya autenticidad está fuera de duda. Fray Elías, Vicario del Santo, comunicaba por medio de esta carta, a todos los hermanos esparcidos por el mundo, el feliz tránsito de Francisco y al mismo tiempo, el descubrimiento al momento de amortajar su cuerpo, de un prodigio que hasta ese momento pocos conocían, y apenas unos cuantos frailes habían visto: los estigmas en el cuerpo de San Francisco; y como lo leemos en el fragmento, incluso los describe, con la seguridad de quien escribe lo que vio.
El Milagro de las Cinco Llagas.
Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, Francisco dijo que se retiraría a Monte Alvernia. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel de quien era especialmente devoto. Pidió a un campesino de la villa de Tiso, para que los acompañara con su jumento hasta La Verna. “Eres tú Francisco, de quien todos hablan”, le preguntó el buen hombre, nada más verlo. “Sí, soy yo”, le respondió él. “Pues procura ser tan bueno como la gente cree que eres, y no la defraudes”, sentenció el labriego, lo que hizo que el santo se apeara enseguida del burro y le besara los pies.
Al cabo de unos días Francisco, tomó, como de costumbre, los evangelios, oró y lo abrió aleatoriamente tres veces. En las tres ocasiones el texto hablaba del anuncio de la pasión de Jesús.
Una noche fray León fue, como siempre, a rezar maitines con Francisco, mas éste no respondió a la contraseña. Preocupado el hermano fue a buscarlo. Lo encontró en un claro del bosque, de rodillas, en medio de un gran resplandor, con el rostro levantado, mientras decía: “¿Quién eres tú, mi Señor, y quién soy yo, inútil siervo tuyo”, y levantaba las manos por tres veces. El ruido de sus pasos sobre la hojarasca delató a fray León, que tuvo que confesar su culpa y explicar al Santo lo que había visto. Entonces Francisco, contándole que no dejaba de alabar a Dios por todos sus dones le dijo: “Mas tú guárdate de seguir espiándome y cuida de mí, porque el Señor va a obrar en este monte cosas admirables y maravillosas como jamás ha hecho con criatura alguna”. Fray León no pudo dormir aquella noche, pensando en lo que había visto y oído.
La madrugada del 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz, antes del amanecer, estaba orando y pedía al Señor “experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y, en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros, pecadores”. De repente, vio bajar del cielo un serafín con seis alas. Tenía figura de hombre crucificado. Francisco quedó absorto, sin entender nada, envuelto en la mirada bondadosa de aquel ser, que le hacía sentirse alegre y triste a la vez. Y mientras se preguntaba la razón de aquel misterio, se le fueron formando en las manos y pies los signos de los clavos, tal como los había visto en el crucificado. En realidad no eran llagas o estigmas, sino clavos, formados por la carne hinchada por ambos lados y ennegrecida. En el costado, en cambio, se abrió una llaga sangrante, que le manchaba la túnica. El fenómeno no solo asustó a fray León, también estuvo acompañado de otros signos extraordinarios corroborados por testigos, que creyeron ver el monte en llamas, iluminando el contorno como si ya hubiese salido el sol. Algunos pastores de la comarca se asustaron, y unos arrieros que dormían se levantaron y aparejaron sus mulas para proseguir su viaje, creyendo que era de día.
La aparición de Francisco con los brazos en cruz y bendiciendo a los frailes reunidos en Arlés, mientras San Antonio de Padua predicaba acerca de la inscripción INRI de la cruz fue una confirmación del prodigio.
Cuando fray León acudió, Francisco no pudo ocultarle lo sucedido. Desde aquel instante, él será su enfermero, encargado de lavarle cada día las heridas y cambiarle las vendas, para amortiguarle el dolor y las hemorragias; excepto el viernes, ya que el Santo no quería que nadie mitigara sus sufrimientos ese día.
Siguieron en aquel lugar varias semanas y una mañana fray León lo encontró sentado delante de la piedra grande y cuadrada que le servía de mesa, y éste le ordenó lavarla, porque, según le dijo, “sobre esta piedra ha estado sentado un ángel. Estaba yo pensando en la suerte que correría mi Orden cuando yo no exista, y el ángel me aseguró estas cuatro cosas: que la Orden de los Frailes Menores durará hasta el fin del mundo, que ningún hermano de mala voluntad estará mucho tiempo en ella, que no vivirá mucho quien la persiga, y que ningún hermano que la ame acabará mal”.
A pesar del gran cuidado que ponía el siervo de Dios en ocultar aquellas impresiones y señales de sus sagradas llagas, que el Señor había estampado en su cuerpo, no pudo estorbar que se viesen las de las manos y de los pies, aunque después de aquel tiempo andaba siempre calzado, y casi siempre tenía cubiertas las manos. Vieron las llagas muchos Religiosos suyos, que sin embargo de ser dignísimos de toda fe por su eminente santidad, lo aseguraron después con juramento para quitar el pretexto a toda duda. También las vieron más de una vez algunos Cardenales, amigos particulares del Santo, y muchos las celebraron en verso, y en prosa, como lo afirma el mismo San Buenaventura; el cual añade que asistiendo a un sermón del Papa Alejandro IV aseguró públicamente el Papa que en vida del Santo había visto las sagradas llagas con sus mismos ojos. En la muerte del Santo, más de cincuenta Frailes, Santa Clara con todas sus hijas, y una multitud innumerable de seculares de todas condiciones, satisficieron su piadosa curiosidad, viendo con sus ojos, y tocando muy despacio con sus manos las sagradas llagas impresas en el santo cuerpo, como lo dice también el mismo Seráfico Doctor.
En cuanto a la llaga del costado, la ocultó el Santo con tanto cuidado mientras vivió, que ninguno se la pudo ver sino cogiéndole por sorpresa. Fray Juan de Lodi, se valió para esto de un piadoso artificio, persuadiendo al Santo que se quitase la túnica interior para limpiarla y con cuya ocasión no sólo vio dicha llaga, sino que metiendo en ella los dedos, le causó un vivísimo dolor. Otros, dos Religiosos contentaron su devota curiosidad con semejante artificio; y cuando faltaran estas pruebas de la certidumbre de este hecho, seria evidente testimonio de él la sangre de que estaba teñida la túnica y los paños interiores. Pero, muerto el Santo, también fue vista muy a satisfacción esta milagrosa llaga por muchas personas, de manera, que en las vidas de los Santos se encontrarán pocos sucesos más bien averiguados y comprobados, que el de las llagas de San Francisco.
El Ejercicio del Rezo de las Cinco Llagas se propagó por la orden como una forma de pedir perdón al Señor por nuestras faltas y darle las gracias por el infinito amor de su sacrificio y por todo aquello que nos da. Al igual que por la Orden, las hermandades y cofradías fundadas por ella también realizaban este ejercicio, como podemos ver en documentos del s.XVI de los cabildos de la Sangre de Cristo de la provincia de Cuenca, entre ellas la nuestra. Es ese mismo rezo, adaptado al día de hoy el que nuestra hermandad recuperó hace ya dos años, y al que nuestro Obispo concedió el Nihil Obstat. Rezo que nos une todos los últimos viernes de mes y todos los viernes durante la Cuaresma ante el altar del Señor.