Han pasado más de dos años desde que el Papa Francisco dirigió a todos los hombres una carta encíclica con el título ’Laudato si’ (24 de mayo 2015) para tratar del cuidado que merece y necesita la casa común, la tierra, que acoge a todos los hombres y que albergará también a nuestros hijos y a los hijos de nuestro hijos. Con dicho escrito, que se extiende a lo largo de 246 números y se articula en 6 amplios capítulos precedidos de una introducción, el Papa ha querido entrar en diálogo con todos para tratar de algo que a todos afecta.
Lo hace movido por una grave preocupación, causada por “el uso irresponsable y el abuso de los bienes que Dios ha puesto” a disposición de todos los hombres y de todos los pueblos (n. 2). La inquietud no es cosa sólo del Pontífice actual, como él mismo nos recuerda: se había hecho ya presente en los Papas recientes que lo han precedido, y la habían manifestado con palabras a veces dramáticas. Así el Beato Pablo VI advertía ya en 1971 que “debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, el ser humano corre el riego de destruirla y de ser a su vez víctima de esa degradación”. Y poco antes habló en la FAO de la posibilidad de una “catástrofe ecológica bajo el efecto de la explosión de la civilización industrial. El mismo desasosiego mostró repetidamente en sus palabra San Juan Pablo II, advirtiéndonos de la urgencia de llevar a cabo cambios profundos en “los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad”. Por su parte el Papa Benedicto XVI alentaba a “eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial y corregir los modelos de crecimiento que parecen incapaces de garantizar el respeto del medio ambiente” (nn. 4-6).
Pero no sólo los Papas han asumido la causa de la defensa y protección de la “casa común”, dentro y fuera de la Iglesia católica, de parte de hombres de fe o sin ella, de un credo u otro, dedicados a distintas ramas del saber humano, han alzado su voz para reclamar atención sobre estos temas que despiertan inquietud en todos. Y para recordar que la formidable capacidad de transformar el mundo debe tener en cuenta criterios y guías de acción que no son solamente técnicos y económicos. Es difícil no ver las heridas producidas a la creación por nuestros comportamientos irresponsables que a menudo son consecuencia de no reconocer una instancia por encima de nosotros.
Francisco hace presente dos actitudes fundamentales ante la creación: “la del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz e poner un límite a sus intereses inmediatos” (n. 9), la actitud de quien piensa que es propietario y dominador, autorizado a expoliar” la tierra (n. 2); o bien aquella otra, mucho más sabia, de quien se siente unido a todo lo que existe”, actitud de la que, dice el Papa, brotarán de modo espontáneo la sobriedad y el cuidado de la tierra (cf. n. 9). Por eso el Papa tiene muy presente –ya en el mismo título dela Encíclica− a San Francisco de Asís “un místico y un peregrino que vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo” (n. 10). El santo de Asís nos enseña con su ejemplo siempre atrayente que no podemos “convertir la realidad en mero objeto de uso y dominio” (n. 11).
El Papa termina la parte introductoria de su Encíclica insistiendo en que el cuidado de la “casa común” es un problema real, un desafío urgente que debemos afrontar sin “cómodas resignaciones” ni una “confianza ciega en las soluciones técnicas”, que requiere la colaboración de todos “en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (nn. 13-14).
+José María
Obispo de Cuenca