Queridos diocesanos:
¡Cristo vive! ¡Cristo ha resucitado!, son las palabras que en estos días la liturgia repite una y otra vez. Con ellas, en estas fechas, los cristianos nos saludamos unos a otros ˗¡Feliz Pascua de Resurrección!˗, y nos deseamos una gozosa vivencia del tiempo pascual, el tiempo que va desde el día de Pascua hasta el de Pentecostés.
La Iglesia ha celebrado una vez más la gran fiesta de la Resurrección de su Señor. Lo ha hecho en circunstancias bien diferentes de las de otros años, pero con la misma convicción y la misma alegría. La Iglesia, con el grito de júbilo del aleluya, hace eco al anuncio de los ángeles que luego repetirán las santas mujeres. El gran combate entre la luz y las tinieblas, la muerte y la vida, la desesperación y la esperanza, el aparente sinsentido del pecado y del dolor y la razonable insensatez de la Cruz, tiene ya un vencedor: ¡Cristo resucitado!
No es una verdad cualquiera: esta es decisiva para la vida de los hombres y para la marcha del mundo. A su luz todo adquiere sentido: la historia pequeña de cada hombre y la grande de la entera humanidad tienen el mismo final y caminan en la misma dirección: hacia el triunfo de Cristo, triunfo de la luz, de la belleza y de la bondad, aunque por momentos esa verdad parezca palidecer y aún desaparecer tras los nubarrones de la historia personal y global.
La Resurrección del Señor tiñe de luz, de un nuevo sentido, nuestras vidas. Con la Resurrección de Cristo todo queda elevado a una nueva condición, a un nuevo estado; al menos todo está llamado a entrar en él. La plenitud de todas las cosas ha sido ya, de algún modo, alcanzada en el misterio de la Resurrección del Señor. “Porque habéis muerto, dice el Apóstol, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria” (Col 3, 3). Estamos llamados a vivir en la nueva condición, en el nuevo estado, en el que la victoria de Cristo nos ha colocado: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él (…). Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Ro 6, 8.11).
Por eso la alegría es propia del tiempo pascual, cuando el tiempo llega a su plenitud. La alegría acompaña a lo plenamente realizado, a lo que ha alcanzado su madurez definitiva, la perfección.Y esto se logra cuando vivimos vida divina, la vida que Cristo nos ha ganado en la Cruz;cuando somos recreados por Dios; cuando nos dejamos trasformar, perfeccionar, moldear por sus dones, por todo lo bueno que nos da, pero también por sus exigencias, por los trabajos, por las pruebas y tribulaciones, ¡por el dolor y el sufrimiento! con los que misteriosamente acrisola nuestras almas; porque es imposible olvidar que la Cruz de Cristo, su muerte, es a la vez fuente de vida. Como ocurre tantas veces, en Dios se reconcilian realidades aparentemente irreconciliables.
Para vivir la alegría de la Pascua es necesario haber muerto con Cristo e iniciar una nueva existencia. Por eso el Apóstol nos invita a “caminar en una vida nueva” (Ro 6, 4), “a aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3, 2). La Pascua nos llama a la conversión, a la transformación, a revestirnos de Cristo, a abandonar nuestro viejo modo de vivir: es requisito para llenarnos de la alegría de la que los Apóstoles estaban como embriagados después de la Resurrección. La vida del cristiano es nuevay esa novedad debeempapar cada una de nuestras acciones. Ser cristiano no es, no puedeser, un piadoso complemento dominical que no provoca cambio alguno en nuestra vida. Morir y resucitar con Cristo, ser cristiano, es, queridos hermanos, ¡un nuevo y radical comienzo! Feliz Pascua de Resurrección para todos.
José María Yanguas Sanz.
+Obispo de Cuenca