No me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido. El verso anónimo se repite incansable en la memoria cuando uno se refugia en nuestra iglesia y contempla la escueta hornacina convertida en altar solemne para realzar los actos mayores de la Hermandad en el primer fin de semana de cuaresma. No me mueve Señor para seguirte, la gloria que me ofreces en la calle, cuando a la vista de todos, en el día santo, me pongo mis mejores galas para honrar tu majestad. Si me das a elegir, prefiero esta otra procesión que se celebra en la intimidad del templo, cuando a la luz exigua de las velas te nos muestras desnudo y tan cercano, que acompañarte camino del altar mayor es un privilegio al que uno asiste entre el estremecimiento y la alegría. Es allí, en la penumbra de ese recorrido breve, donde acierto a comprender el secreto de tu imagen, el que nos hiere el alma en cada encuentro, cuando enfrentados por fin a tu anatomía lacerada, casi siempre oculta por el manto, lamentamos que otras clámides cotidianas nos impidan a menudo gozar de tu presencia.
Al día siguiente, la función principal. El necesario boato que mereces no sobra esta mañana luminosa, aunque a algunos hermanos les parezca que el revuelo de cetros y pendones enmarcando tu gloria entre el incienso, compromete la humildad de nuestra idea. La caña que portas en tus manos, la que llevan tus hijos en las filas, la que huye de lujosos estandartes evitando vanidades y oropeles, ejercerá siempre de guía hacia la sobriedad y la sencillez que nos es propia. No precisamos de fanfarrias para anunciar al mundo tu grandeza. Nos basta con el querido miserere entonado a media voz puertas adentro. Nos basta con el tacto de la estampa que olvidamos a propósito en el bolsillo, para sentirnos nazarenos cada día. Nos basta con saber que todos los últimos viernes de mes, podemos acudir a tu reclamo y sentarnos a tu lado para compartir el rezo de las cinco llagas, aquél que ya elevaban a tu misericordia nuestros hermanos de hace cinco siglos, los que integraban el Cabildo de la Sangre que andando el tiempo fundarían el rito que ahora nos convoca cada Jueves Santo en torno a tu calvario.
La humildad es compatible con el orgullo. Es preciso reivindicar nuestro papel fundacional en la Semana Grande de Cuenca, ese carácter primigenio que demasiadas veces aparece difuminado entre la natural hojarasca de lo superfluo. Permítenos Señor esta licencia, ¿sabrás perdonar nuestra osadía, la dicha de amarte más que a nada? La llama que florece en estas fechas y enajena un tanto nuestro pecho, nos convoca uno a uno tras tu rastro y ya inflama de ansia púrpura la hoz entera. Mas prometemos regresar a lo profundo, sabremos proclamar nuestra fortuna de nuevo entre las brumas del silencio.