Fuente: Revista Ecclesia.
Todavía en los primeros compases del Año Jubilar de la Misericordia y en el corazón de la Cuaresma, creemos oportuno ahondar en la estrecha e indisociable unidad que existe entre la misericordia y el sacramento de la confesión. Al igual que sería un reduccionismo inadecuado sostener que el objetivo único del año de la misericordia es revitalizar este sacramento -tan necesario como “necesitado”…-, sería también inadecuado, maniqueo e inadmisible el omitir, el “ningunear”, esta dimensión esencial y fontal de la misericordia, uno de cuyos manantiales imprescindibles y más fecundos es precisamente el sacramento de la penitencia, hogar de la misericordia, sacramento por excelencia –no solo, pero también- de la misericordia.
Y aunque es el sentido común eclesial y cristiano el que avala estas afirmaciones no estará de más recordar que Francisco, el Papa del Jubileo de la Misericordia, el Papa de la Misericordia, insiste por activa y por pasiva, predicando –como siempre con el ejemplo- en la necesidad de reencontrar y recuperar este sacramento, que empieza a correr el serio riesgo del olvido o cuando menos de la marginación y la marginalidad.
Al efecto, el Santo Padre ha creado la figura de los “Misioneros de las Misericordia” como invitación y aldabonazo y como oportunidad que facilite el encuentro y el perdón sacramental. A los misioneros de la misericordia, Francisco les ha facultado para absolver los pecados y delitos reservados a la Sede Apostólica. Y ellos, al igual que resto de los sacerdotes, pueden, en el mismo acto, durante este año santo, perdonar el pecado del aborto y remitir su anexa pena de excomunión.
Por si fuera poco, el Papa ha mantenido los requisitos habituales a la hora de conceder las gracias extraordinarias del Año Santo de la Misericordia, uno de los cuales es, indispensablemente, la confesión, la confesión frecuente. Una frecuencia que, en las circunstancias de una vida cristiana “normal”, podríamos situar, para simplificar, en la confesión mensual.
No es esta la primera vez en las últimas décadas que la Iglesia busca revitalizar el ejercicio e incluso la recuperación del sacramento de la confesión. Aconteció también así en 1999, segundo año preparatorio al Gran Jubileo del 2000. 1999 fue el año de la Penitencia, del sacramento de la confesión, al igual que 1997 fue el año del bautismo, 1998, el de la confirmación y 2000, el de la eucaristía.
A partir del Concilio Vaticano II, se ha extendido en nuestra Iglesia la praxis de las celebraciones penitenciales comunitarias, cuya única fórmula legítima es siempre con confesión individual. Este ha se seguir siendo uno de los caminos a recorrer, con renovadas fuerzas y formas, en esta Cuaresma y en el Año de la Misericordia. También se deberán aprovechar jornadas eclesiales ya en curso, como “24 horas para el Señor” (será de la tarde del próximo viernes 4 a la tarde del sábado 5 de marzo), iniciativa creada e impulsada por Francisco con la confesión sacramental y la adoración eucarística como ejes radiales. Asimismo se nos ocurre proponen otras sugerencias y posibilidades pastorales como celebraciones penitenciales en espacios abiertos y públicos y dotar a la piedad popular, a las peregrinaciones a los santuarios de una renovada incidencia y ofertas de confesiones. Igualmente, los sacerdotes habrían de permanecer más tiempo en los confesionarios y hacerlo de una manera sistemática y fiel a los horarios, previamente establecidos y comunicados, en términos paulinos, oportuna y hasta… inoportunamente.
Y es que el sacramento de la confesión no nos quita nada, no se inmiscuye indebidamente en nuestra intimidad, ni nos intimida, ni infantiliza, ni nos esclaviza a nada ni a nadie. No coarta nuestra libertad, sino que nos da las alas de la libertad verdadera. La confesión nos otorga ese todo –siempre en partes- del amor misericordioso de Dios, libera y plenifica nuestra intimidad, nos hace más humanos, más solidarios y más cristianos, nos reviste de la túnica nueva de la gracia y nos reitera la permanente segunda oportunidad que siempre Dios nos concede. Es sacramento personal, también con efectos “sociales”, pues nos hace más justos, más fraternos, más misericordiosos. Es el sacramento de la alegría, de la reconciliación, de la penitencia, del reencuentro, de la fiesta. Porque sin el perdón no hay fiesta. Y sin el sacramento de la confesión no habrá año de la misericordia.